miércoles, 31 de julio de 2013

LA VOZ DE DIOS.

 José J. Gómez Palacios.


               Cada vez que había tormenta y rugía el trueno en el cielo, los habitantes de aquel nuevo oasis se postraban en tierra y adoraban a Dios, llenos de temor, porque decían escuchar su voz potente y temer su mano dura.

               El caminante llegó a ellos una tarde negros nubarrones, pero ni se doblegó ni se hincaron sus rodillas en la arena, ni se alzaron sus manos suplicantes, ni el temor se asomó en su rostro curtido.

              Cuando pasaron las nubes, sin dejar caer ni una sola gota de agua, algunos le dijeron:

-¡Insensato!, ¿es que no temes a Dios? ¿Acaso no escuchaste su voz?

              Un silencio marcó la sorpresa de aquellos hombres del oasis. El caminante siguió, sin darles tiempo a responder:

-Si habéis escuchado la voz de Dios, decidme qué os ha dicho.

              Entonces, lentamente y avergonzados, comenzaron a hablar:

-Dios me ha dicho que rompa mi avaricia, porque los avariciosos mueren a dientes de los chacales...

-A mi -dijo el segundo- me ha hablado de la honradez, porque los ladrones mueren ahogados en sus riquezas robadas.

-A mí me ha recordado que la lepra es el castigo de los impuros...

... Y así, uno tras otro, fueron manifestando lo que habían escuchado al Dios que tronaba desde lo alto.

             El caminante, después de escucharles pacientemente, respondió:

-Vosotros no habéis escuchado a Dios, tan sólo a vosotros mismos.

Hubo un murmullo de indignación. Levantando la voz, prosiguió:

-Vosotros llamáis voz de Dios a la distancia que hay entre lo que en realidad sois y lo que quisierais ser. El Dios que os habla desde el trueno no existe. Quienes existís sois vosotros, asustados y temerosos de reconoceros tal como sois.

                Aquellos hombres, después de escuchar estas palabras, entendieron lo suficiente para arrojar al caminante al desierto sin comida y sin agua. Allí moriría de hambre y sed por ateo y blasfemo...

                Abrumado, caminó por el desierto varios días, dejando tras de sí huellas de muerte.

                 De pronto el cielo se cubrió de nubes. Sopló el viento a la par que se escuchaba el trueno redondo, profundo y potente... y llovió abundantemente.

                 Las laderas resecas se llenaron de impetuosos torrente. Todo fue muy fugaz, como una tormenta en el desierto, pero el caminante encontró agua suficiente para hacer una provisión y emprender viaje hacia el oasis que le había obligado a partir hacia la muerte.

                Cuando llegó, se arrodilló ante aquellos hombres y les pidió que le acompañaran en la oración al Dios que desde el trueno le había devuelto la vida...

                ...Pero nadie le acompañó.

                Todos habían dejado de creer en el mismo momento en que vieron que el caminante no había sido castigado desde lo alto por su falta de fe.

domingo, 28 de julio de 2013

EL CRISTO DE LOS FAVORES.

 

El viejo Haakón cuidaba una ermita. En ella se conservaba un Cristo muy venerado que recibía el significativo nombre de “Cristo de los Favores”. Todos acudían para pedirle ayuda.
Un día también el ermitaño Haakón decidió solicitar un favor y, arrodillado ante la imagen, dijo:

— Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz.
Y se quedó quieto, con los ojos puestos en la imagen, esperando una respuesta.

De repente -¡oh maravilla!- vio que el Crucificado empezaba a mover los labios y le dijo:
— Amigo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición, que, suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar siempre silencio.
— Te lo prometo, Señor.

Y se efectuó el cambio. Nadie se dio cuenta de que era Haakón quien estaba en el cruz, sostenido por los cuatro clavos, y que el Señor ocupaba el puesto del ermitaño. Los devotos seguía desfilando pidiendo favores, y Haakón, fiel a su promesa, callaba.
Hasta que un día… Llegó un ricachón y, después de haber orado, dejó allí olvidada su bolsa. Haakón lo vio, pero guardó silencio. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas más tarde, se apropió de la bolsa del rico.


Y tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él, poco después, para pedir su protección antes de emprender un viaje. Pero no puedo contenerse cuando vio regresar al hombre rico, quien, creyendo que era ese muchacho el que se había apoderado de la bolsa, insistía en denunciarlo.

Se oyó entonces una voz fuerte:
— ¡Detente!
Ambos miraron hacia arriba y vieron que era la imagen la que había gritado.
Haakón aclaró cómo habían ocurrido realmente las cosas. El rico quedó anonadado y salió de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje. Cuando por fin la ermita quedó sola, Cristo se dirigió a Haakón y le dijo:

— Baja de la cruz. No vales para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio.
— Señor –dijo Haakón confundido-, ¿cómo iba a permitir esa injusticia? Y Cristo le contestó:

— Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio para humillar a una muchacha. El pobre, en cambio, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo. En cuanto al muchacho último, si hubiera quedado retenido en la ermita no habría llegado a tiempo de embarcar y habría salvado la vida, porque has de saber que en estos momentos su barco está hundiéndose en alta mar.

Leyenda noruega

LA ORACIÓN DEL VIEJO MAESTRO.

Alfonso Francia.  (Adaptación de un relato oriental).



Aquel viejo maestro nunca dejaba de enseñar y nunca dejaba de aprender. Cada vez sabía más y cada vez parecía más reacio a enseñar. La vida le había llenado de conocimientos y le había llenado de prudencia. El silencio, la moderación, son también sabiduría. “Cuando era joven y revolucionario, -solía repetir-, pedía a Dios que me diera fuerzas para cambiar al mundo. Multitudes de alumnos me seguían. Con el tiempo me di cuenta de que no había cambiado a nadie y empecé a pedir fuerzas para transformar al menos a los más cercanos. Ya no me escuchaban tantos. 

Llegué a viejo y me di cuenta de lo estúpido que había sido. Hoy sólo pido a Dios la gracia de cambiarme a mí mismo. Veo que hay muy pocos que me escuchen. Pero yo, ojalá hubiera pensado siempre así, no habría malgastado mi vida, porque Dios se ha pasado toda mí vida, pidiéndome que me deje cambiar”.

EL ENANO Y EL GIGANTE.

Por J.I. González Faus

 

Cuentan de un gigante que se disponía a atravesar un río profundo y se encontró en la orilla con un pigmeo que no sabía nadar y no podía atravesar el río por su profundidad. El gigante lo cargó sobre sus hombros y se metió en el agua.

Hacia la mitad de la travesía, el pigmeo, que sobresalía casi medio metro por encima de la cabeza del gigante, alcanzó a ver, sigilosamente apostados tras la vegetación de la otra orilla, a los indios de una tribu que esperaban con sus arcos a que se acercase el gigante.

El pigmeo avisó al gigante, éste se detuvo, dio media vuelta y comenzó a deshacer la travesía. En aquel momento, una flecha disparada desde la otra orilla se hundió en el agua cerca del gigante, pero sin haber podido ya llegar hasta él. Así ocurrió con otras sucesivas flechas, mientras ambos – gigante y pigmeo – ganaban la orilla de salida sanos y salvos.

El gigante dio las gracias al pigmeo, pero éste le replicó:
- Si no me hubiese apoyado en ti, no habría podido ver más lejos que tú.

sábado, 27 de julio de 2013

PARÁBOLA DEL ÁGUILA.

JAME AGGREY.

 

       Erase una vez un hombre que caminaba por el bosque, encontró un aguilucho, se lo llevó a su casa y lo puso en su corral, donde pronto aprendió a comer la misma comida que los pollos y a conducirse como estos.

Un día un naturalista que pasaba por allí, le pregunto al propietario porque razón un águila, el rey de las aves y los pájaros, tenia que permanecer encerrado en el corral con los pollos.

- Como le he dado la misma comida que a los pollos, y le he enseñado a ser como un pollo, nunca ha aprendido a volar, respondió el propietario; se conduce como los pollos y por tanto no es un águila.

- Sin embargo, insistió el naturalista, tiene corazón de águila, y con toda seguridad se le puede enseñar a volar.

Después de discutir un poco más, los dos hombres convinieron en averiguar si era posible que el águila volara. El naturalista le cogió en sus brazos, suavemente y le dijo “ TU PERTENECES AL CIELO NO A LA TIERRA, ABRE LAS ALAS Y VUELA”. El águila sin embargo estaba confuso: no sabia qué era y, al ver a los pollos comiendo, saltó y se reunió con ellos de nuevo.

Sin desanimarse, al día siguiente, el naturalista llevó el águila al tejado de la casa y la animó diciéndole: “ERES UNA ÁGUILA ABRE LAS ALAS Y VUELA “; pero el águila tenía miedo de su yo y del mundo desconocido y saltó otra vez en busca de la comida de los pollos.

El naturalista se levantó temprano al tercer día, saco el águila del corral y lo llevó a una montaña. Una vez allí, alzó al rey de las aves y lo animó diciéndole “ERES UNA ÁGUILA Y PERTENECES AL CIELO, AHORA ABRE LAS AVES Y VUELA “.

El águila miro alrededor, hacía el corral y hacía arriba, al cielo. Pero siguió sin volar. Entonces el naturalista lo levantó directamente hacía el sol; el águila empezó a templar y abrió lentamente las alas y finalmente con un grito triunfante voló alejándose hacia el cielo.

Es posible que el águila recuerde todavía a los pollos con nostalgia; hasta es posible que de cuando en cuando vuelva a visitar el corral. Que nadie sepa, el águila nunca ha vuelto a vivir vida de pollo. Siempre fue un águila, pese a que fue mantenida y domesticada como un pollo.

Al igual que el águila, la persona que ha aprendido a pensar de sí misma como algo que no es, puede volver a decidirse a favor de sus verdaderas posibilidades. Puede convertirse en triunfadora.

miércoles, 24 de julio de 2013

LA HOJA QUE NO QUISO AGUA.

Fábulas y parábolas (Adaptación J. Loew).

                      Érase una vez un árbol muy joven, del que se esperaba que, cuando fuera mayor, diera hermosos y buenos frutos.

                      Este árbol tenía cuatro hojas, cuatro bonitas hojas, verdes y resplandecientes. Un día, las cuatro hojas tuvieron una reunión de grupo. Una de ellas, la que estaba más arriba en el árbol, les dijo a las otras tres:

                      -Yo quiero seguir unida al mismo árbol que vosotras. Pero, en lo sucesivo, no quiero recibir el agua, porque está muy fría, ni el sol, porque quema. Por eso, me voy a poner un paraguas, que abriré, cuando llueva o haga sol, y cerraré cuando haga fresquito.

                       A las otras tres hojas, no les pareció bien la idea, pues se dieron cuenta de que, cuando abriera el paraguas, no sólo no iba a recibir ella el agua ni el sol, sino que tampoco se los dejaría recibir a ellas.

                      La hoja del paraguas no les hizo caso y, efectivamente, se puso el paraguas, que abría, cuando llovía o hacía sol, y cerraba cuando hacía fresco.

                      Al cabo del tiempo, aquellas cuatro verdes y hermosas hojas empezaron a languidecer y a marchitarse hasta que, un día, las cuatro, secas, cayeron al suelo y fueron arrastradas por el viento; y el árbol joven, del que se habían esperado tan buenos y hermosos frutos, quedó convertido en un tronco seco.

martes, 23 de julio de 2013

EL PINO.

 Alfonso Francia.

 

Sucio, cansado y hambriento 
de tanto esfuerzo y camino,
roqué a un solitario pino
que me diera algún sustento.
"No puedo, me respondió,
es tan solo primavera,
no es el tiempo de mi fruta,
pero siéntate y disfrutad
del aire, color y sombra,
duerme tranquilo a mi vera".
No estaba yo para esperas,
ni consejos ni disputas...
Me vencí, no lo quemé,
pero, eso sí, lo olvidé.

El sol quemaba en verano,
-¡hasta el aire mismo ardía!-
cuando del campo volvía
con azada y hoz en mano.
Ya era imposible seguir
tan abrasador camino...
Volví la vista hacia el pino
que desprecié en primavera...
Allá estaba verde, erguido,
como un amigo que espera.
Su sombra fue paraíso
para mi infierno estival.
Yo no sé si tenía frutos,
¡ni me acordé de mirar!

Cuando, mediado el otoño,
se acabaron heno y paja,
busqué una cama mullida
para el becerro y las vacas.
Busqué abonos para el huerto,
nadie me los pudo dar...

¡Qué triste será mi invierno
de pobreza y soledad!
Miré primero hacia el cielo,
luego, lejos, al camino...
allá estaba, solo, el pino,
dispuesto a colaborar.
Tiró sus hojas al suelo
haciendo una espesa alfombra...
¡Qué me importaban sus frutos!
¡Qué me importaba su sombra!

Llegó el invierno inclemente,
con lluvias temporales,
con fríos, heladas, nieves,
con soledad, miedo y hambre.
Mi débil choza no pudo
con tantas calamidades.
Un ciclón la hirió de muerte,
voló parte del tejado,
sentí cerca mi final.
Tendí la vista hacia el pino...
¡Él sí aguantó el vendaval!
Con lágrimas lo corté,
hice fuego, hice techado,
y pensé en la primavera
sin frutas, y en el verano
-con caricias de su sombra-
y en las hojas del otoño,
y en todo lo que me ha dado.
Una foto de recuerdo,
y una leyenda debajo:
"Antes me salvó su vida,
hoy su muerte me ha salvado".

domingo, 21 de julio de 2013

AQUELLA VIEJA HOJA.

 

Cristina Vega.                  

          Una primavera, se encontraron dos hojas en ramas vecinas de un mismo árbol. Una, hacía poco tiempo que había visto la luz de la vida; la otra, esperaba el próximo otoño con miedo, porque sabía que una ráfaga de viento, la arrancaría del árbol de la vida.

                             Esta última hoja, seca casi, sintió deseos de ayudar a la joven que era tierna y blanca. Cómo no podía hacer muchos movimientos (por temor a desprenderse de su rama), se dedicó solamente a hablarle, a darle consejos. Muchas tardes se escuchaba su voz en el aire que decía:

                            -Cuando el viento sople fuerte, procura moverte con él y producir melodía; así pondrá música en las almas solitarias.

                             -Trabaja con las demás hojas formando un conjunto armonioso, para que la sombra que produzca el árbol sea más grande y perfecta.

                            -Déjate llenar de rocío en las noches frías y, al amanecer, cuando el sol te deslumbre con su alegría, permite que las gotas de agua resbalen por tu piel en libertad hacia la tierra.

                             -Así pasaba la vieja hoja horas y horas, contando cosas a la nueva y ésta la escuchaba con atención. Cuando no tenía nada nuevo que decirle, repetía lo mismo una y otra vez.

                             La vieja hoja, que sólo se creía útil para dar consejos, no deseaba de ningún modo que llegase el otoño; su vida tenía un sentido: ayudar a la joven era tarea importante.

                             El verano avanzaba. La hoja nueva comenzaba a convertirse en una hoja madura. Empezaban a molestarle los dichos de la vieja. Un día, harta ya, le gritó:

                             -¡Déjame en paz, siempre me repites las mismas cosas! Quiero aprender sola y vivir mi vida! Además, voy a decirte algo: Toda la belleza de esta rama la estropea tu presencia, entérate, ya no sirves para nada; ni las gotas de rocío aparecen en tu piel...

                             -Es verdad que mi piel, seca ya, no tiene lágrimas que derramar -dijo tristemente la vieja hoja.

                             Su voz no volvió a escucharse. Cada día envejecía más y esperaba ya, con calma y con deseo, la llegada del otoño. No quería molestar más con su presencia. ¡Qué diferente le parecía su vida y sus pensamientos de los de aquella nueva hoja!

                             Así, sumida en sus tristezas, pasaba su tiempo.

                             Al llegar el otoño la primera hoja que cayó del árbol, con la primera ráfaga de viento, fue la vieja. Era un atardecer oscuro y triste. Sólo rodearon su caída la soledad y el silencio. Pero bastaba mirar a la rama para comprender que algo importante faltaba allí.

                             Al amanecer del día siguiente, el primer rayo de sol que tocó la tierra acarició a la vieja y seca hoja, tirada en el suelo. Luego un torbellino de aire la levantó hacia los cielos.

                             Pasaron los días. Llegó el invierno. El aire frío y helado transportó, muchas veces, los lamentos de una hoja:

                             -Si en lugar de escucharla, hubiese conversado con ella, ¡cuántas cosas más me habría enseñado! ¡Cuánto hubieso yo podido ayudarla...!

                             Esta hoja, madre ya, casi vieja, continuó lamentándose hasta que comenzó la primavera. Nació una hojita en una rama vencia. Le dio tanta lástima verla tan pequeña y tierna, que olvidándose de sus tristes recuerdos, se prometió ayudarla.

                            Pero, como no podía moverse mucho (por miedo a desprenderse de su rama), le ofreció sus consejos. La hora recién nacida escuchaba atentamente cuanto le decía...

                            El árbol que, calladamente, había observado, sentido y vivido muchas primaveras y muchos inviernos seguidos, sonrió un momento.

                            La noche, sin embargo, fue testigo de las lágrimas que brotaron del corazón cansado del árbol de la vida.