viernes, 8 de noviembre de 2013

EL ÁLAMO INCONSCIENTE.

En todo aquel verano, una extraña agitación había invadido el mundo de las plantas.
Un álamo de ideas nuevas, un álamo altivo y erguido, se había puesto a arengar al pueblo vegetal, se había hecho instigador de una nueva corriente de pensamiento. Un pensamiento tan extraño, que jamás, desde la creación hasta ahora, había pasado por la imaginación de alguien.
“¡Hermanos míos!”, proclamaba, “desde tiempos muy remotos el glorioso pueblo de las plantas ha ocupado con honor la Tierra. Todas las criaturas, hombres y animales, dependen de nosotros. Somos nosotros quienes damos aliento a los animales, para que puedan abastecer al hombre de carne y lacticinios, huevos y lana para hilar. Pájaros e insectos se nutren de nuestras flores. Podemos, por lo tanto, afirmar que imperamos sobre el universo y que todas las criaturas dependen de nosotros. Sin embargo, queridos amigos, existe una potencia de la cual dependemos, y que ¡de ninguna manera depende de nosotros! Me refiero a aquel globo celeste que durante el día nos prodiga su luz: ¡sí, el Sol! Yo, por mi parte, considero que la luz del Sol no es para nada necesaria a la vida de las planas. Se trata de un mito viejo y superado, de una superstición indigna de una planta moderna y consciente”.
Llegado a este punto el orador hace una pausa.
En un antiguo jardín envejecidas encinas hicieron oír un murmullo de desaprobación, pero en el campo de los jóvenes vástagos, “en unanimidad”, susurró un aplauso entusiasta.
Con voz más alta, el Álamo continúa: “Se muy bien que en el mundo de las plantas un bando retrógrado permanece apegado a ideas fuera de moda, pero confío en el buen juicio de las nuevas generaciones, que espero estarán de acuerdo en la decisión de no aceptar más esta tonta superstición. Debemos bastarnos a nosotros mismos. No queremos más doblegarnos bajo ningún yugo, mucho menos aquél del Sol. Una generación de plantas nuevas y más bellas está por aparecer, hasta el punto de asombrar al mundo. ¡Tu reino está por terminar, viejo astro de la luz interrumpiendo una lluvia de aplausos, “la cosa no presenta dificultad. Haremos lo que los hombres llaman “paro”: durante el día nos rehusaremos a todo género de trabajo, desarrollando en cambio toda nuestra actividad en las horas nocturnas. Creceremos de noche, floreceremos de noche, exhalaremos de noche nuestros perfumes, produciremos de noche la simiente adaptada a preparar una nueva raza vegetal. ¡Alcanzaremos así una forma de existencia verdaderamente digna de una planta libre”!

De esta manera, el Álamo de las ideas nuevas dio comienzo a la nueva experiencia. Se verificó entonces un extraño fenómeno: en los días de sol, casi todas las flores permanecían encerradas en sí mismas, de manera que los bosques y los jardines perdían su color. Solamente al caer de la tarde o en la oscuridad de la noche, los coloridos cálices se abrían bajo la pálida claridad de las estrellas.
Pero aquellos pobres ilusos, víctimas de un engañoso espejismo, no tardaron en arrepentirse de su ingenuidad. Todo el follaje lúcido y verde empezó a perder frescura, a teñirse de amarillo y marchitarse como para un invierno precoz. Las mariposas dejaron de visitar las rosas y de trasportar el polen mensajero de vida. Los pájaros cesaron de gorjear entre las ramas. Aquel año no hubo mies abundante, ni pasto para los animales, ni cosecha de uva con racimos de oro.

Pero la primavera, igualmente vino aquel año. Ahora el Álamo de las nuevas ideas callaba. Estaba muerto, y con sus ramas muertas y desnudas parecía un espantajo. Nadie se acordaba más de sus prédicas. Y el perfume que exultaban de tantas flores de la tierra se clavó como un rendimiento de gracias hacia el viejo Sol siempre joven, fuente inagotable de alegría y de vida.

J. Joergensen

No hay comentarios:

Publicar un comentario