lunes, 30 de diciembre de 2013

EL MANOJO DE PAJA.

Una vez María y José llamaron a la puerta de un campesino y pidieron alojamiento para la noche. Sin embargo, a este hombre de mal carácter y de corazón duro, no le gustaba ayudar a los demás sin que le pagaran por ello. Y al ver que estas dos personas eran pobres y no tenían con qué pagarle, sólo les alquiló  un rincón en su patio: “Allá donde resalta el techo, se pueden acostar en el suelo”, murmuró de manera poco amable. “¿No tendría usted un manojo de paja para nosotros?”, preguntó María tímidamente, “para que no tengamos que dormir en el piso duro y frío”. El campesino la miró furioso, pero luego se calmó y le dijo: “Bueno, solamente un manojito, pero ni una pajita más”. Él mismo fue al pajar y del gran montón que allá estaba guardado cogió unos cuantos tallos entregándoselos a José, y luego les cerró la puerta frente a la cara.
 
José miró con tristeza el montón de paja. ¿De qué les iba a servir ese poquito?, pero María lo tomó suavemente con sus manos y empezó a repartir tallo por tallo sobre el piso. Y milagrosamente alcanzó para hacer un lecho para ambos, y todavía sobró un poco para el burro. Así, los tres pasaron la noche bastante bien.
Antes de continuar su camino al otro día, María y José se despidieron de su hostil posadero, quien malhumorado los dejó partir. Cuando más tarde él mismo salió al patio, se dio cuenta de que la paja todavía estaba tirada en el mismo lugar donde María y José habían pasado la noche. Se vio un tallo por aquí y otro por allá, que juntado no era más que un manojo. Ya se iba a enfadar porque no la hubieran recogido al salir. Pero en ese momento notó algo extraño: ¡la paja estaba brillando! Y cuando la miró de cerca era de oro puro… La levantó y la sopesó en la mano. Luego se golpeó la frente furioso y exclamó: “¡Qué tonto eres!, si los hubieras dejado dormir en el pajar, entonces toda tu paja se habría convertido en oro”. Pero ya no se podía hacer nada.
De todos modos, quería vender caro el oro obtenido. El tacaño campesino lo envolvió en un trapo y se dirigió a la ciudad. Después de haber buscado mucho, finalmente encontró a un joyero que le ofreció un buen precio. Contento, de que los pobres le habían dado un buen pago por la posada, desenvolvió el bulto. Pero qué cara puso, y cómo se río el joyero, al ver que todo lo que traía consigo era paja común y corriente.
Por eso lo único que ganó fue la burla, que duró por mucho más tiempo que el regalo de la Sagrada Familia.
Georg Dreissig

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