martes, 31 de diciembre de 2013

LA ABEJA DE ORO.

La mujer yacía adormecida sobre la cama, tan profundamente adormecida, que no se despertaría más: es decir, jamás en aquella habitación, entre montones de rosas blancas.
Se despertaría en cualquier otro lugar, pero después de un viaje largo y fatigoso, en extrañas y desconocidas tierras. Ella misma había escogido dormir.



Ahora estaba en el umbral de la vida, un poco asustada. Intentaba abrir las alas para volar por la ventana abierta. Pero no lo lograba. Hacía esfuerzos terribles.
Una abeja –una atareadísima abeja dorada- penetró en la habitación. Dio vueltas y vueltas alrededor de las rosas, después alrededor de la mujer. La había tomado por una rosa a ella también y quería sacar miel.
“Déjame chupar tu miel”, le dijo.
“Yo no soy una flor”, respondió la mujer. “No tengo miel para dar, ni si quiera una gota. Estoy durmiendo así tan fuerte, que temo no despertarme jamás. Yo misma he querido dormir”.
“¿Oh, por qué?”, dijo la abeja maravillada. “Cuando se duerme, no se puede fabricar la miel. La miel, la dulcísima miel”.
“Porque tenía en el corazón un dolor muy grande. Estaba haciéndome vieja, y no tenía nada para dar. Todos debemos tener alguna cosa para dar”.
La abeja empezó a zumbar, meditabunda:
“Puede darse que se pueda sacar miel de la flor del Dolor”, observó.
“Quisiera poderlo hacer”, respondió la mujer. “Pero no se cómo. Y después, ya es demasiado tarde”.
Demasiado tarde, en efecto. La abeja zumbó marchándose. Un pajarito se asomó al frontal:
“¿Qué sucede?”, interrogó. “¿Nada de migajas hoy? ¿Estás durmiendo verdaderamente?”
“Sí”, dijo la mujer. “Estoy durmiendo para siempre. Y no tengo más migajas para dar, ni a ti ni a nadie. Tengo mucho dolor. Un dolor muy grande.”
El pajarito pensó.
“¿Y por qué no haces una canción con tu dolor?” le dijo:
“Nosotros los pajaritos, hacemos nuestros cantos más bellos precisamente con el dolor”.

“Todos los sonidos están apagados en mi garganta”, respondió ella. “Es demasiado tarde ya”.
Demasiado tarde en verdad. El pajarito se marchó cantando una canción triste. Demasiado tarde. Ella misma había querido dormir. No se puede dormir y fabricar miel, no se puede dormir y cantar.
Otras alas revolotearon en la habitación. Alas grandes, desplegadas, alas sumamente blancas. El Ángel agitó las alas sobre ella, ventilándole la vista con gentileza.
“Dame tu dolor –le susurró- tu amargo, amargo dolor. Quizás estamos a tiempo todavía. Intentaremos hacer alguna cosa con tu dolor. Miel dulcísima y canciones de amor.”
La mujer adormecida tuvo un sobresalto. Estaba en el umbral de la vida, e intentaba desplegar las alas. Hacía esfuerzos terribles.
Las alas se abrieron al fin; y mientras volaba, vio con un solo golpe de ojo sobre toda la tierra millares de mujeres como ella, cada una de las cuales, con el balde de las propias lágrimas, regaba amplios desiertos, campiñas sedientas, colinas desnudas. El Ángel le dijo:
“Son las jardineras del Buen Dios. Sin ellas la tierra hace tiempo que estaría seca. Porque nada enriquece más que el dolor: y aquello que nace del sentirse infecundos, es lo más fecundo de todos”.
La mujer entonces sonrió. Un enjambre dorado le revoloteaba alrededor, arrastrándola también a ella a su vuelo, Abeja de oro entre mil Abejas de oro.

Laura Vagliasindi

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