lunes, 9 de diciembre de 2013

LA MUERTE DEL PRÍNCIPE.

El príncipe está enfermo, el príncipe se va a morir.
En todas las iglesias del reino, el Santísimo Sacramento permanece expuesto día y noche, grandes velones permanecen encendidos para invocar la curación del niño real.


Las calles están vacías y silenciosas, las campanas han dejado de tocar, los carruajes van al paso… En todo el palacio real hay alboroto… Los chambelanes y mayordomos suben y bajan por las escaleras de mármol… Pajes y cortesanos van de un grupo a otro recogiendo noticas… Las damas de la Corte se enjugan los ojos con pequeños pañuelos de seda… Los médicos intercambian opiniones con gran preocupación, agitando las largas mangas negras e inclinando las pelucas imponentes.
Al mismo tiempo, allá abajo, hacia las caballerizas, resuena incesante un lamentable relincho. Es el caballo del príncipe, olvidado por todos, que espera inútilmente su jinete.


¿Y el Rey? ¿Dónde está su Majestad el Rey?… Se ha encerrado solo en una habitación al fondo del palacio. A los soberanos no les gusta que los vean llorar. Pero en cuanto a la Reina, la cosa es distinta… Sentada a la cabecera de su niño, llora delante de todos como una mujer cualquiera. En su pequeña cama de encajes, el Delfín parece dormir. Pero no es así. Se da la vuelta hacia su madre, y viendo que llorar, le dice:
— Majestad, mi madre ¿por qué llora? ¿Entonces cree que yo deba morir?
La Reina intenta responder, pero los sollozos le aprietan la garganta.
— ¡Entonces no llore, mi madre Reina! ¡Olvida que yo soy el Delfín, y que los Delfines no pueden morir así!
La Reina solloza más fuerte todavía, y el príncipe empieza a tener miedo.
— ¡Alto ahí!, dice, ¡no quiero que la muerte venga por mí, ya sabré impedirle acercarse! ¡Haga venir enseguida cuarenta escuderos, bien fuertes, para montarle la guardia alrededor de mi lecho! Y, ¡ay de la muerte, si tiene la osadía de acercarse a nosotros!
El príncipe al verlos aplaude. Reconoce a uno, y lo llama:
— ¡Loreno, Loreno! El soldado da un paso hacia el pequeño lecho. Te quiero mucho, sabes, viejo Loreno… Muestra tu sable… Si la muerte me quiere llevar, tú la matarás, ¿no es verdad?
Loreno responde:
— Sí, Monseñor.
Y dos gruesas lágrimas corrieron por sus rugosas mejillas.
En aquel momento, el capellán se acerca al príncipe y le habla por largo rato en voz baja, mostrándole un crucifijo. El Delfín lo escucha con aires de extrañeza, después lo interrumpe de golpe:
— Entiendo lo que me dice, señor Abad, pero después de todo, ¿quizás mi amigo Beppo aceptaría morir en mi lugar, dándole mucho dinero?
El capellán continúa hablándole en voz baja, y el príncipe toma, cada vez más, un aire de extrañeza. Cuando el prelado ha terminado, le dice con un suspiro:
— Todo esto es muy triste, señor Abad. Pero hay una cosa que me consuela. Allá arriba, en aquel Paraíso de estrellas, yo será siempre el Delfín… Sé que el buen Dios es mi primo, y no puede dejar de tratarme según mi rango…
Y volteándose hacia su madre:
— ¡Tráigame enseguida mis trajes más bellos, el chaleco de armiño y loa zapatos de terciopelo! ¡Quiero presentarme elegante ante los ángeles, quiero entrar en el Paraíso vestido de Delfín!


Por tercera vez, el capellán se inclina hacia el Príncipe y le habla por largo rato en voz baja… Pero de repente el niño real lo interrumpe con ira:
— Pero entonces –exclama, ¿ser Delfín no significa nada?
Alfonso Daudet

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