domingo, 22 de septiembre de 2013

A JUGAR CON EL BASTÓN.

Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un hermoso anciano con los lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón.


   
Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:
   
— Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo.
   
Y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes.
   
Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer.
   
Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.
   
Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado.
   
— Quiero probar de nuevo –dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.
   
Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas –y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis.
   
“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez.
   
Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta.
   
Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.
   
Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico, el mango lúcido, el viejo herrete. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos.
   
Hacia la noche Claudio se asomó hacia la carretera, y he aquí que ve al viejo con los lentes de oro.
   
Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada de especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.
   
— ¿Te gusta el bastón?, preguntó sonriendo a Claudio. Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no.
   
— Tenlo, tenlo, dijo. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo sólo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo.
  
Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.

EL PAYASO.

 

Un día se presentó a la consulta de un célebre psiquiatra un hombre sereno y equilibrado en apariencia, serio y elegantemente vestido.
Sin embargo, después de intercambiar algunas frases, el doctor descubrió que aquel hombre se encontraba muy deprimido, abatido por un profundo sentimiento de tristeza y melancolía.

El doctor comenzó con responsabilidad la terapia del enfermo y, al final de la entrevista, dijo a su nuevo paciente:
— ¿Por qué no va esta tarde al circo que acaban de instalar para las fiestas? En el espectáculo actúa un payaso famosísimo que ha hecho reír y divertirse a medio mundo: todos hablan de él como de algo nunca visto, porque es un caso único. Le hará mucho bien. Verá cómo se lo agradece:
Entonces aquel hombre rompió a llorar:
— No puedo: ¡ese payaso soy yo!

EXPIAR EL MAL.

Popular chino.

Cierta vez, un joven acudió a tomar clases de un venerado Maestro.
El Maestro estaba casado en segundas nupcias con una hermosa muchacha mucho más joven que él, de la cuál el discípulo se prendó locamente.

La joven esposa tampoco fue inmune a este sentimiento, y el amor germinó entre ambos jóvenes hasta tal punto que el joven, tras asesinar al Maestro, se fugó con la esposa de éste.

 
Algún tiempo después, el remordimiento de lo que había hecho le impedía vivir feliz con la hermosa joven, y la abandonó a su suerte.
Profunda y sinceramente arrepentido, pensó en entregarse a las autoridades, pero éstas lo meterían en la cárcel o lo matarían, y ello no le haría sentirse mejor interiormente.

Así, pensando en cómo expiar su culpa, el joven discípulo llegó a un lugar donde las gentes que por allí vivían debían recorrer un difícil y peligroso camino de montaña, por el cual ya se habían despeñado algunos viajeros, la mayoría de los cuales habían hallado la muerte en el citado camino.
Pensando en cómo ayudar a la gente –para expiar el asesinato cometido-, creyó que si horadaba la montaña, evitaría más muertes de las personas que por allí transitaban, con lo que, quizás algún día expiase la muerte de su Maestro.
Decidido y sin decaer pese al enorme trabajo que se había fijado como meta, se puso a trabajar en ello.


Algunos años más tarde, el discípulo del asesinado Maestro, que ya no era precisamente un joven, había conseguido hacer un túnel que atravesaba la montaña casi en su totalidad, lo cual le hacía sentirse satisfecho consigo mismo, pues su gran voluntad al realizarlo iba a salvar muchas vidas. Estaba casi a punto de terminar su enorme obra, cuando apareció por allí el hijo del Maestro asesinado ya convertido en todo un hombre, el cual había pasado gran parte de su vida buscando al asesino de su padre, y supuesto raptor de su madre. Tras presentarse como el hijo del Maestro, le dijo:

— Vengo a terminar con tu vida cortándote la cabeza.
El hombre, que durante tantos años había estado trabajando en el túnel de la montaña asintió con un gesto, pues consideraba lógica la actitud del hijo de su Maestro, y dijo:
— Estoy de acuerdo contigo, pero permíteme antes de morir el poder terminar el túnel que comencé para las gentes de estos lugares.

Ante ello, el joven vengador indagó sobre lo que estaba haciendo el asesino de su padre, y tras comprender los beneficios de su trabajo, estuvo de acuerdo en esperar a que éste terminar.
Algún tiempo después, y tras haber horadado completamente el túnel, el asesino del Maestro bajó al pueblo en busca del joven, al cual dijo:
— He acabado mi trabajo, ya puedes cortarme la cabeza.

Pero entonces, el hijo del Maestro se quedó mirando a aquel anciano decrépito y movió negativamente la cabeza. Desde que lo viera trabajar en la montaña había estado pensando en que aquel hombre había pasado gran parte de su vida trabajando para sus semejantes a cambio de nada, solamente como expiación de su culpa. Además, los lugareños le habían dicho en varias ocasiones que no sólo demostraba una gran voluntad, sino que había tenido un comportamiento que sólo podía causar admiración.
Y entonces dijo:

— ¿Cómo podría hacer eso con mi propio Maestro?
El asesino redimido continuó viviendo, dedicado a hace el bien a las gentes, y el hijo del Maestro se convirtió en su discípulo.

EL MÉDICO ALFARERO.

Cuento Zen.

Un conocido médico era aficionado a la alfarería y a menudo reunía a sus pacientes para hacerles admirar sus obras.
   

Un día invitó a un Maestro zen conocido suyo y mientras los asistentes admiraban un pequeño bol se volvieron hacia él para conocer su opinión.
   
El Maestro zen miró gravemente en torno suyo y dijo:
   
— Si alguno de ustedes cae enfermo, les aconsejo que nunca recurran a este hombre. Debe ser un médico abominable.
   
Se hizo un silencio mortal. Después un viejecito preguntó:
   
— Pero, ¿por qué dice usted eso?
   
Porque su corazón no está en la medicina. Este doctor colecciona pacientes con el único propósito de mostrarles sus obras de alfarería, que además, apenas si son aceptables.
   
El golpe fue tan duro para el médico, que en el acto perdió la vanidad artística que alteraba sus cualidades médicas.

LA PERLA.

 

Dijo una ostra a su vecina:
— Siento un gran dolor en mis entrañas- Es como un peso dentro de mí que me está dejando completamente exhausta.
Contestó la otra con presunción y regodeo:
— Gracias al cielo y al mar, yo no siento dolores. Estoy bien y me siento sana por dentro y por fuera.
Pasaba en aquel momento por allí un cangrejo y oyó la conversación de las dos ostras. Y dijo a la que se sentía bien y sana por dentro y por fuera:
— Sí. Tú estás bien y te sientes sana por dentro y por fuera. Pero el dolor que tu amiga lleva dentro de sí es una perla de belleza extraordinaria.

EL RATÓN QUE COMÍA LOS GATOS.

Gianni Rodar.

Un viejo ratón de bibliotecas fue a visitar a sus primos, que vivían en un solar y sabía muy poco del mundo.
- Vosotros sabéis poco del mundo -les decía a sus tímidos parientes-, y probablemente ni siquiera sabéis leer.
- ¡Oh, cuántas cosas sabes!- suspiraban aquéllos.
- Por ejemplo, ¿os habéis comido alguna vez un gato?
- ¡Oh, cuántas cosas sabes! Aquí son los gatos los que se comen a los ratones.




- Porque sois unos ignorantes. Yo he comido más de uno y os aseguro que no dijeron ni siquiera “¡Ay!”
- ¿Y a qué sabían?
- A papel y a tinta en mi opinión. Pero eso no es nada. ¿Os habéis comido alguna vez un perro?
- ¡Por favor!
- Yo me comí uno ayer precisamente. Un perro lobo. Tenía unos colmillos… Pues bien, se dejó comer muy quietecito y ni siquiera dijo “¡Ay!”
- ¿Y a qué sabía?
- A papel a papel. Y un rinoceronte, ¿os lo habéis comido alguna vez?
- ¡Oh, cuántas cosas sabes! Pero nosotros ni siquiera hemos visto nunca un rinoceronte. ¿Se parece al queso parmesano, o al gorgonzola?
- Se parece a un rinoceronte, naturalmente. Y ¿habéis comido un elefante, un fraile, una princesa, un árbol de Navidad?
En aquel momento el gato, que había estado escuchando detrás de un baúl, saltó afuera con un maullido amenazador. Era un gato de verdad, de carne y hueso, con bigotes y garras. Los ratoncitos corrieron a refugiarse, excepto el ratón de biblioteca, que, sorprendentemente, se quedó inmóvil sobre sus patas como una estatuilla. El gato lo garró y empezó a jugar con él.
- ¿No serás tú quizás el ratón que se come a los gatos?
- Sí, Excelencia… Entiéndalo usted… Al estar siempre en una biblioteca…
- Entiendo, entiendo. Te los comes en figura, impresos en los libros.
- Algunas veces, pero sólo por razón de estudio.
- Claro. También a mí me gusta la literatura. Pero ¿no te parece que deberías haber estudiado también un poquito de la realidad? Habrías aprendido que no todos los gatos están hechos de papel, y que no todos los rinocerontes se dejan roer por los ratones.
Afortunadamente para el pobre misionero, el gato tuvo un momento de distracción porque había visto pasar una araña por el suelo. El ratón de biblioteca regresó en dos saltos con sus libros, y el gato se tuvo que conformar con comerse la araña.

LA SILLA VACÍA.

Un anciano había caído gravemente enfermo. Y enseguida fue a verlo su párroco.
   

Apenas entró en la habitación del enfermo advirtió el señor cura una silla vacía. Estaba al lado de la cama como algo misterioso, como si estuviera ocupada por alguien invisible.
   
El cura le preguntó si le hacía algún servicio. El bueno hombre le contestó con una débil sonrisa:
   
Pienso que en ella está sentado Jesús. Estaba hablando con él. Hace años me era muy difícil pensar en la oración. Hasta que un amigo me descubrió que la oración consiste en hablar con Jesús. Así que ahora me imagino que es Jesús el que está sentado en la silla a mi lado. Le hablo, le escucho y pienso en lo que me dice. Desde entonces jamás se me ha hecho difícil orar.
   
Unos días después, se presentó en el despacho parroquial la hija del anciano para comunicarle que su padre había muerto. Le dijo:
   
Lo dejé solo un par de horas. Al volver a su habitación, lo encontré muerto con la cabeza apoyada en la silla vacía que tenía siempre al lado de su cama.

LA OBRA DEL SEXTO DÍA.

Apenas fue creado, el Perro lamió la mano del Buen Dios, y el Buen Dios le acarició la cabeza.
  

— ¿Qué quieres, Perro? –preguntó el Señor.
   
— Señor Buen Dios, quisiera alojarme en tu casa, en el cielo, frente a tu puerta.
   
—¡No faltaba más! –dijo el Buen Dios-. No necesito de perro ya que todavía no he creado a los ladrones.
   
— ¿Cuándo los crearás, Señor?
   
— Jamás. Estoy cansado. Hace ya cinco días que trabajo, es hora de que descanse. He aquí la obra, tú, Perro, mi mejor criatura, mi obra de arte. Es mejor pararme aquí. No está bien que un artista se esfuerce más allá de su inspiración. Si persistiese en crear, sería capaz de fracasar. ¡Vete, Perro! Vete enseguida a poblar la tierra. Vete y sé feliz.
   
El Perro dio un profundo suspiro:
   
— ¿Qué haré sobre la tierra, Señor?
   
— Mira, comerás, beberás, dormirás, crecerás y te multiplicarás.
   
El Perro suspiró más tristemente aún.
   
— ¿Qué más quieres? –dijo el Señor.
   
— ¡A ti, Señor, mi Patrón! ¿No podrías establecerte también tú sobre la tierra?
   
— No –dijo el Buen Dios-, ¡no, Perro! Te aseguro que no puedo instalarme sobre la tierra para hacerte compañía. Otros asuntos me tienen ocupado: Este cielo, estos ángeles, estas estrellas, te aseguro, me dan mucho que hacer.
   
El Perro bajó la cabeza e hizo además para irse, pero después se volvió:
   
— Si solamente, Señor Buen Dios, hubiese allá abajo una especie de patrón de tu clase…
   
— No –dijo el Buen Dios-, no lo hay.
   
El Perro se hizo pequeño, pequeño, humilde, humilde, y suplicó todavía más de cerca:
   
— Si tú quieres, Señor Buen Dios… Podrías siempre probar…
   
— Imposible –replicó el Buen Dios-. He hecho lo que he hecho. Mi obra está cumplida. Jamás podré crear un ser mejor que tú. Si hoy creaste otro, lo siento en mi mano derecha, me saldría mal…
   
— Oh Señor Buen Dios –suplicó el Perro-, no importa que salga mal, con tal de que yo pueda seguirlo donde quiera que vaya, y echarme a sus pies cuando se pare.
   
Entonces el Buen Dios se llenó de maravilla por haber creado una criatura tan buena, y dijo al Perro:
   
— ¡Vete! Y que se haga según tu deseo.
   
Y encontrado en su Laboratorio, Dios creó al hombre. Pero el hombre no sabe esto.

sábado, 14 de septiembre de 2013

DOS VECES AL DÍA.

POPULAR HINDÚ.

 

              El sabio Narada era un creyente hondo y profundo. Tan grande era su devoción que un día sintió la tentación de pensar que no había nadie en todo el mundo que amara a Dios más que él.

              El Señor leyó en su corazón y le dijo: "Narada, ve a la ciudad que hay a orillas del Ganges y busca a un devoto mío que vive allí. Te vendrá bien vivir en su compañía".

 

               Así lo hizo Narada, y se encontró con un labrador que todos los días se levantaba muy temprano, pronunciaba el nombre del Señor una sola vez, tomaba su arado y se iba al campo, donde trabajaba durante toda la jornada. Por la noche, justo antes de dormirse, pronunciaba otra vez el nombre de Dios.

              Y Narada pensó: "¿Cómo puede ser un buen creyente de Dios este patán, que se pasa el día enfrascado en sus ocupaciones terrenales?".

              Entonces el Señor le dijo a Narada: "Toma un cuenco, llénalo de leche hasta el borde y paséate con él por la ciudad. Luego vuelve aquí sin haber derramado una sola gota".

              Narada hizo lo que se le había ordenado.

             "¿Cuántas veces te has acordado de mí mientas paseabas por la ciudad?", le preguntó el Señor cuando volvió Narada.

              "Ni una sola vez, Señor", respondió Narada. "¿Cómo podía hacerlo si tenía que estar pendiente del cuendo de leche?"



              Y el Señor le dijo: "¡Ese cuenco ha absorvido tu atención de tal manera que me has olvidado por completo. Pero fíjate en ese campesino, que, a pesar de tener que cuidar de toda una familia y trabajar todo el día duramente, se acuerda de mí dos veces al día".

miércoles, 11 de septiembre de 2013

UNA BUENA MENTIRA.

APOTEGMAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO.

              Un abad estaba atravesando el desierto con otros frailes, cuando se dieron cuenta de que aquel que los guiaba había equivocado el camino.
 
              Era de noche y los hermanos dijeron al abad:

               "¿Qué hacemos? Este hermano ha equivocado el camino y nosotros corremos el riesgo de perdernos y morir todos en el desierto. ¿No será mejor pasar aquí la noche y emprender el camino al despuntar el sol?".

              "Pero si decimos a éste que se ha equivocado, se entristecerá. Escuchad, pues: yo fingiré que estoy cansado y diré que no me siento bien para proseguir el camino y que permanezco aquí hasta mañana".
 
               Así hicieron, y también los otros dijeron:

              "También nosotros estamos que no podemos del cansancio y nos quedamos contigo".

              Y así se las ingeniaron para no entristecer a aquel hermano, que no supo nunca de haberse equivocado del camino. 

IMÁGENES DE DRAGONES.

CUENTO ZEN.

Al rey Seko le gustaban mucho los dragones. Era una auténtica pasión lo que tenía por este tipo de extrañas criaturas. Las paredes de su palacio estaban llenas de pinturas de dragones, los suelos lucían con mosaicos de dragones, en los salones había dragones esculpidos en estatuas, en frisos…



Cuando llegaba algún visitante a su palacio, le narraba historias fabulosas que hablaban de aventuras y desventuras relacionadas con ese tipo de seres fabulosos. Incluso había mandado a los sabios de palacio, recopilar todos aquellos libros y textos que estuvieran relacionados con los dragones. De esta forma, ante los impresionados y atónitos visitantes, alardeaba de conocer todos los misterios y secretos relacionados con estos seres fabulosos. Y se mostraba como un valiente, capaz de mantener el tipo allí donde los demás se retiraban temerosos.



Una mañana, al levantarse el rey Seko, abrió la ventana que daba a los jardines de palacio… y cuál sería su sorpresa al ver un gran dragón que, asomándose por ella, le mostraba su rostro. Nunca había visto un dragón real a pocos metros de él.



El rey, completamente conmocionado y asustado, se desmayó. Al rey Seko sólo le gustaban las imitaciones de dragones. Le daban miedo los auténticos.

CIEGO DE VERDAD.

POPULAR PERSA.

                 Había una vez un hombre cuyo único pensamiento era tener oro, hacerse con todo el oro posible del mundo. Era un pensamiento obsesivo que le roía el cerebro y el corazón.

            No era capaz de pensar en otra cosa, ni de concebir ningún otro pensamiento, desear o querer ninguna otra cosa que no fuera el oro.

           Cuando paseaba por las calles de la ciudad contemplando escaparates, sólo veía las joyerías o platerías. No se daba cuenta ni de la gente que pasaba, ni tenía ojos para contemplar las obras de arte, el cielo azul o la maravilla de los jardines en primavera. Sólo veía, oro, oro...

           Un día no pudo resistir más: entró corriendo en una joyería y empezó a llenarse los bolsillos de collares, perlas, pulseras, sortijas y prendedores de oro.
 
           Naturalmente, cuando se disponía a salir del comercio fue detenido en el acto por los vigilantes del negocio. Los policías le preguntaron:

           -Pero ¿cómo podrías pensar que te ibas a salir con la tuya y escapar así por las buenas con todo el botín? La tienda estaba llena de gente y los vigilantes te estaban observando.

           -¿Posible? -dijo el hombre sorprendido-. No tenía ni la más mínima idea de que había gente en la tienda. Yo sólo veía oro.