lunes, 27 de enero de 2014

EN UNA NOCHE DE INVIERNO.

En una noche de invierno, cuando más brillaba el sol, una manada de cerdos volaba de flor en flor, hasta que se posaron en las ramas de una de ellas despidiendo un suave olor.
Allí, a la vuelta de la esquina, a la luz de un farol apagado, donde el manco le cortaba el pelo al calvo, mientras el mudo les leía… un sordo escuchaba y el ciego les miraba; me encontré con la ternura de la calavera de la muerte, que sacando de su desnuda chaqueta una desnuda pistola y poniéndosela en su desnuda frente dijo: – Más vale morir que perder la vida.
Aterrorizado ante el hecho, salí de casa corriendo y me encontré un esqueleto que estaba tan gordo y flaco que el pobre no tenía huesos. Con mi navaja trapera -que no tiene hoja ni mango- le atravesé el corazón. Él me dijo: – Me has matado-. Así yo lo reconozco, pues echaba tanta sangre que llenó todo de polvo.
Me persiguió la injusticia que iba en un carro sin ruedas. Yo monté en un caracol, raudo como una centella, pero me caí en un precipicio de un centímetro de alto, produciéndome chichones de metro y medio de anchos. ¡Qué dolor más agradable!, ¡qué dulce fue la caída! y aún tuve mucha suerte pues caí de abajo arriba.
Llegué a casa medio viva, cansada de no hacer nada, encendí la puerta y abrí la luz hasta el fondo, di de comer al geranio y cogí peras del olmo. Acostándome en la percha, colgué la ropa en la cama diciéndole a mi abuela de seis años, con gran afán: – Deme sed, que tengo agua-…. Y en ese instante me desperté.
Con un poco por aquí y otro poco por allá, os he contado esta historia: creedla, que no es verdad.
Anónimo

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