jueves, 2 de enero de 2014

LA NAVAJA DE AFEITAR PEREZOSA.

En el negocio de un barbero había una vez una navaja de afeitar.
Encontrándose sola un día, pensó dar una ojeada alrededor y sacó afuera su cuchilla, que descansaba en el mango como en una vaina. Como vio el sol reflejarse en su cuerpo, quedó maravillada: la cuchilla de acero emitía tales resplandores que la hacía enorgullecerse.
— ¡Y yo debería regresar a aquel escuálido negocio, pensó la navaja, a cortar las barbas enjabonadas de aquellos rústicos villanos, repitiendo hasta el infinito las mismas monótonas operaciones! Envilecer de este modo mi cuerpo tan bello, sería una locura. Mejor voy a esconderme en un lugar bien secreto, y gozar tranquilamente el resto de mis días…


Así que vino incluso el día en que, queriendo tomar un poco de aire, la Navaja dejó su refugio y, saliendo con cautela del mango, regresó a mirar su propio cuerpo.
— ¡Ay de mí!, ¿qué ha sucedido?
La cuchilla, vuelta oscura como una sierra oxidada, ya no reflejaba el resplandor del sol. Amargada y arrepentida lloró en vano su estúpido error:
¡Oh, cómo era mejor tener en ejercicio mi bella cuchilla afilada! ¡Mi superficie hubiera permanecido brillante, mi corte limpio y sutil! En cambio, heme aquí, ¡oxidada y sucia para siempre del óxido!
El mismo fin está reservado a las personas de ingenio que, en vez de ejercitar sus cualidades, prefieren permanecer ociosas. Exactamente como la Navaja de afeitar, también ellas pierden la sutileza y la luz del espíritu. Y permanecen oxidados por el óxido de la ignorancia.
Leonardo Da Vinci. Fábulas

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