jueves, 2 de enero de 2014

LOS DOS PEREGRINOS.

Dos peregrinos se arrastraban por una senda inaccesible mientras los azotaba un viento gélido. Amenazaba la tormenta. Ráfagas tempestuosas de cristales de hielo silbaban entre las rocas.

Los dos hombres caminaban cansados. Sabían muy bien que si no llegaban a tiempo al refugio perecerían en la ventisca de nieve. Mientras rodeaban el borde de un abismo, con el corazón en la garganta por la angustia y los ojos casi cegados por la nevada, oyeron un gemido. Un pobre hombre había caído en la vorágine y, sin poder moverse, pedía auxilio. Uno de los dos dijo:
“Es el destino. Ese hombre está condenado a muerte. Aceleremos el paso o tendremos su mismo fin”.
Y aceleró el paso, curvándose hacia delante para oponerse a la fuerza del viento. El segundo, en cambio, se apiadó y comenzó a bajar por las escarpadas pendientes. Encontró al herido, lo cargó sobre sus espaldas y volvió a subir fatigosamente por la cuesta.
Anochecía. El sendero era cada vez más oscuro. El peregrino que llevaba al herido sobre sus hombros iba sudoroso y agotado, cuando de pronto vio en lontananza las luces del refugio. Animó al herido a aguantar, pero de pronto tropezó con algo tirado a lo largo del camino. Miró y no pudo reprimir el horror: a sus pies yacía tendido el cuerpo de su compañero de viaje. El frío había terminado con su vida.
Él había escapado de la misma desgracia sólo por haberse esforzado en llevar sobre sus hombros al pobrecillo que había salvado en el monte. Su cuerpo y el esfuerzo le había proporcionado el calor suficiente para salvarle la vida.
Bruno Ferrero

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