sábado, 1 de febrero de 2014

LAS NIÑAS DEL BOSQUE.

Esta es una historia muy antigua, tan antigua como las hadas. De esos tiempos primeros en los que los seres humanos vivían cercanos a los seres de la naturaleza y todavía podían oír sus voces.

En un bosque vivían tres hermanas con su anciana abuela. Los padres de las muchachas habían muerto siendo ellas muy pequeñas y la buena anciana se había quedado al cuidado de ellas. Las tres niñas ayudaban a su abuela en el cuidado de la humilde casita, de la única oveja que poseían y de un pequeño palomar. También tenían un huerto que les proveía de hortalizas en verano y un trozo de tierra en el que plantaban trigo que luego molían para poder hacer pan durante todo el año.
La niña mayor se llamaba Amapola y era alegre y vivaracha, le gustaba salir con la ovejita y dar largos paseos por el bosque; saltaba, corría y siempre estaba alegre.
La segunda hermana se llamaba Violeta, era voluntariosa y ordenada, molía el trigo, cuidaba el huerto y ayudaba a su abuela en lo necesario.
La tercera hermana era la más silenciosa de las tres, su nombre era Azucena. Le gustaba encargarse de las palomas, a las que cuidaba con gran cariño y también gustaba de estar cerca de su abuela a la que quería mucho.
Las tres hermanas se querían y eran obedientes con su abuela.
En la noche, la buena anciana se sentaba con sus nietas a la luz de la lumbre. Las niñas hilaban y ella les iba contando historias.
Un día la abuela les dijo:
- Queridas, hoy voy a contaros la historia de vuestros antepasados.
Las niñas escucharon con más atención que nunca las palabras que salían de la boca de su abuela. La anciana les contó que una antepasada de ellas provenía del reino de las hadas y que por esa razón ellas podrían transformarse en palomas una Noche de San Juan,
para volar al Reino de las Hadas. Esto sólo podría suceder una vez en su vida y sólo debían hacer uso de ese poder por una razón noble.
Ese día, la Reina de la Hadas les permitiría entrar en su reino y también les obsequiaría con el agua pura de su manantial. Esa agua tiene el poder de devolver la salud y dar vida.
Pero la transformación en palomas solo sería posible si a las doce de la Noche de San Juan las niñas se encontraban a la orilla del mar. En ese momento sus cuerpos se harían livianos como el de los seres alados y suaves plumas blancas las cubrirían. Entonces una suave brisa marina las transportaría al Reino de las Hadas.
La abuela les hizo prometer a las niñas que nunca revelarían lo que les acababa de contar, ni lo utilizarían para un mal fin. Además les dijo que siempre deberían estar unidas y compartirlo todo. Las niñas prometieron a su abuela que así lo harían.
Pasó ese invierno que dio paso a la primavera y después al verano. Las niñas disfrutaban del bosque y se ocupaban de sus tareas para tener luego con qué subsistir cuando llegara el frío y las nieves.
En otoño, recogieron avellanas silvestres que guardaron con esmero. Amapola recogía leña y la iba amontonando para cuando hiciera más frío, y Violeta se ocupaba de moler el trigo y guardar la harina en sitio seco, para que las lluvias y nieves no echaran a perder las espigas recogidas. Azucena pasaba largas horas en el altillo de la casa reforzando el palomar con ramas para que sus queridas palomas no muriesen de frío al llegar las heladas.
Una mañana, al levantarse, la abuela dijo:
- Ya está aquí el señor invierno.
Y la abuela nunca se equivocaba cuando hablaba del tiempo. El invierno llegó y con él las nieves. Ahora las niñas apenas podían salir de la casita y dedicaban gran parte de su tiempo a tejer con la lana de la oveja, que previamente habían hilado con paciencia. El invierno era tan crudo que la abuela consintió en que la ovejita se quedara dentro de la casa en las noches. Algunas veces hasta alguna paloma bajaba del palomar y se acercaba al calor del hogar, junto a las niñas.
Una noche, cuando estaban reunidas alrededor de la lumbre escuchando las historias de la abuela, oyeron el aullido de un lobo. Las tres quedaron sobrecogidas de miedo. Atrancaron la puerta y apagaron la lumbre deseando que el lobo se marchara de allí cuanto antes.
Al día siguiente cuando la abuela abrió la puerta de la casa vio algo insólito: tumbado delante de la casa estaba el lobo.
Al principio la abuela se asustó pero después se dio cuenta de que la actitud del lobo era sumisa. El animal la miraba sin levantarse y sin mostrar ninguna fiereza. A partir de aquel día el lobo llegaba aullando en la noche y permanecía en la puerta hasta la mañana. Se quedaba allí hasta que la abuela y las nietas salían de la casita y después se marchaba. Las niñas fueron poco a poco tomando confianza con el lobo y se sentían protegidas por él, cuando en la noche le oían llegar y sentarse a la puerta.
Durante algún tiempo, el lobo no apareció y las niñas temieron que le hubiera sucedido algo malo. Azucena, que era la que más se había encariñado con el animal, se acercaba a la puerta y miraba en la oscuridad de la noche, a través una ranura que había entre las tablas de madera. Una noche, cuando sus ojos se acostumbraron a esa oscuridad, pudo distinguir a lo lejos dos pares de ojos. Eran ojos de felino.
Azucena asustada llamó a Amapola, y ésta al mirar por la ranura de la puerta dijo:
- Ahí hay dos grandes animales. Será mejor que llamemos a la abuela.
La abuela estaba encendiendo la lumbre y después de mirar por la rendija dijo a sus nietas:
- Un lince y un león acechan nuestra morada. Atrancaremos la puerta y no saldremos de ella hasta que no se hayan marchado.
Durante varios días los dos animales siguieron acercándose a los alrededores de la casa durante la noche. En la mañana se marchaban y no volvían a acercarse hasta que el sol se ocultaba.
Un día cuando, por la mañana, la abuela abrió la puerta de la cabaña encontró a los tres animales- el lobo, el lince y el león- tumbados delante de la casa en actitud pacífica. Estaban juntos como si los tres fueran de la misma especie y miembros de una misma familia.
- Queridas niñas -dijo la abuela -yo soy ya muy anciana y he visto muchas cosas a lo largo de mi vida, pero nunca vi algo igual. Alguna razón desconocida les trae hasta aquí y me parece que no nos harán ningún daño.
Los tres animales siguieron llegando cada noche, durante todo el invierno. Las niñas se hicieron amigas de las tres fieras, pero un buen día dejaron de llegar en la noche a la casita del bosque.
Las niñas echaban de menos la llegada de los animales, pero se entretenían cogiendo setas y flores, llevando a la ovejita a comer hierba y trabajando en el huerto. Una mañana la abuela no se levantó la primera, como de costumbre. Cuando las niñas se despertaron no olía a pan recién horneado. Fueron corriendo a la cama de la abuela y la encontraron con los ojos cerrados.
- ¡Abuela, abuelita! llamaron las tres hermanas.
La anciana apenas pudo abrir los ojos para decirles a sus nietas:
- Queridas niñas vuestra abuela está muy enferma. Creo que voy a morir.
Sin fuerzas la abuela volvió a cerrar los ojos. Las niñas se miraron asustadas.
- Algo debemos hacer- dijo Amapola.
- Buscaremos el reino de la hadas- dijo Violeta. -Traeremos el agua de su manantial y le devolveremos la salud a la abuela-dijo Azucena.

Esa noche era la Noche de San Juan, y las niñas sabían que era su única oportunidad para salvar a su abuela. No conocían el camino para llegar hasta el mar. Nunca habían salido de ese profundo bosque y habían escuchado decir a la abuela que el mar se encontraba muy lejos de allí. Pero ellas estaban decididas a salvar a su abuela y con valentía salieron de la casa en busca del agua pura del manantial de las hadas. Dejaron a su abuela con la compañía de la ovejita y de las palomas y se marcharon.
Al salir de la cabaña el corazón de las tres dio un salto de alegría. Allí delante de su morada se encontraban el lobo, el lince y el león. Al ver a las niñas los tres hincaron sus patas delanteras en el suelo, para que las muchachas pudieran subir a sus lomos y comenzaron a correr atravesando el bosque a gran velocidad.
Al salir del bosque siguieron atravesando montes y llanuras; ríos y lagos de distintos reinos. Por fin, ya entrada la noche y bajo un cielo lleno de estrellas llegaron a la orilla del mar. Las niñas quedaron boquiabiertas al ver la inmensidad de aquel oscuro mar y en ese mismo instante quedaron convertidas en tres blancas palomas que se alejaban de la orilla, rumbo al reino de las hadas.
Volaron durante mucho tiempo hasta llegar a una isla maravillosa. Era una isla envuelta en nubes en la que, sin embargo, lucía un bello sol. Había muchas flores y plantas y en el centro un palacio de cristal.
Allí fueron recibidas por la reina de las hadas, que les habló de su abuela y de todas sus antepasadas que también habían estado allí. Luego las acompañó al manantial donde brotaba el agua de vida. Estaba en lo profundo de una cueva custodiada por elfos y ondinas. Las niñas sentían una gran emoción de poder estar allí, un lugar donde los seres humanos ya no podían llegar. La reina de las hadas cogió agua en un frasquito de cristal, que colgó en el cuello de Azucena, y les dijo:
- Ahora debéis volver pronto junto a vuestra abuela y darle de beber esta agua. También dejaréis beber un poco a los buenos animales que os llevaron hasta la orilla del mar. Vosotras nunca más podréis volver a este reino, pero siempre recordaréis este mundo que un día también fue el vuestro. Las niñas agradecieron a la reina de las hadas los bienes recibidos y se marcharon transformadas de nuevo en blancas palomas.
Al llegar de nuevo a la orilla del mar recuperaron su forma humana y subieron a lomos de sus queridos animales, que las transportaron velozmente hasta la casita del bosque. Dieron a beber un sorbo del agua del manantial del Reino de las Hadas a su abuela y esta rápidamente recuperó la salud y la alegría.
Las muchachas salieron fuera, donde los tres animales estaban tumbados. Como les había indicado la reina de las hadas, dieron un poco de agua a las fieras: primero al león, después al lince y por último al lobo. Al punto, los tres se convirtieron en tres apuestos príncipes. Los tres jóvenes habían estado durante años bajo el hechizo de un malvado brujo y ahora, gracias al agua de vida, habían podido recuperar su forma humana.
El hermano menor, que había sido transformado en lobo, pidió la mano de Azucena; el hermano mediano que había sido transformado en lince, pidió la mano de Violeta y el hermano mayor, que había sido transformado en león, pidió la mano de Amapola. La abuela fue muy feliz de ver casarse a sus nietas con los tres príncipes en el palacio del rey.
Desde entonces todos vivieron felices una larga, larguísima vida. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
María Jezabel Pastor

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