martes, 24 de junio de 2014

Los caballos que no querian amo (Cuento colombiano)



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En una hacienda de caña había un caballo color melado, que a fuerza de trabajar y comer mal, mostraba las costillas y parecía que iba a desarmarse. Durante la semana cargaba caña y el domingo traía el mercado del pueblo. No conocía, pues, día de descanso. Por otra parte, las moscas no le dejaban punto de reposo, revoloteando alrededor de las mataduras que tenía en el lomo. ¿Comida? Apenas la poca yerba que encontraba en el potrero. Sintiéndose viejo y enfermo pensó que muy pronto lo matarían para aprovechar su piel. Había sido resignado, pero no hasta el punto de dejarse matar después de tanto sufrir. Resolvió huir de la hacienda en busca de mejores aires. Como lo pensó lo hizo. Al amanecer salió al camino y se dirigió al pueblo; no se le ocurrió irse al monte porque estaba seguro de que por allá irían a buscarlo, mientras que a ninguno se le ocurriría que estaba en la ciudad. Era malicioso el viejo caballo. Iba medroso porque creía encontrar enemigos en todas partes.

Al pasar por la hacienda vecina salió un perro conocido suyo.  ‑Ahora, éste va a contar que me vio y estoy perdido- se dijo para sí. Resolvió hablarle con franqueza y contarle que se iba, aburrido de soportar a sus amos. El amigo le concedió la razón y le prometió guardar secreto. Camino adelante, las moscas empezaron a atormentarlo volando alrededor de sus heridas, que se habían irritado con el calor. –No puedo seguir con este sol tan fuerte- y se internó en el monte vecino; se echó sobre la yerba. ¡Qué gusto! ¡Cómo se sentía de libre! Se revolcó gozoso y dio grandes relinchos. Cuando refrescó la tarde siguió su camino y anduvo gran parte de la noche. Ya iba por campos desconocidos para él, que nunca había salido de los límites del pueblo. Se sintió trotamundos y se culpó de haber permanecido tanto tiempo en la finca; sólo ahora sabía lo que era vivir. ¡Qué pastos tan fértiles y tiernos! ¡Qué arroyos más frescos! Había casas a lado y lado del camino y se encontraba a cada paso con otras bestias que lo saludaban con un alegre ¡adiós, camarada! Era todo tan agradable y tan fácil. Ya no le dolían las heridas y hasta las moscas escaseaban cerca de él. Avanzada la noche entró por un potrero hasta cerca de una casa, cuando oyó que varios caballos conversaban en un pesebre y se acercó. Se quejaba uno del mal trato que le daba su amo haciéndole trotar todo el día sin descanso. “Melado”, entonces, le propuso que se fueran juntos y, el otro, ni corto ni perezoso, aceptó. Ya eran dos e iban felices relatándose sus quebrantos.

Servían hoy a un labriego, mañana transportaban leña, al otro día caminaban; así iban ganando el sustento y adelantaban camino. Hicieron valiosas relaciones y aprendieron cosas útiles. Primero se hicieron amigos de un caballo de carreras que los invitó a la pista para que lo vieran correr. Los dos caballos campesinos estaban deslumbrados; jamás habían visto tanta gente reunida, ni caballos tan enjaezados y que corrieran tan aprisa. Pero se alejaron desengañados al comprender la envidia y la rivalidad que existía entre esos caballos; las gentes los habían dañado prodigándoles elogios.
En un pueblo donde pernoctaron, trabaron amistad con una pareja de yeguas de tiro que arrastraban el coche de una anciana señora. Eran blancas, gordas, con crines cuidadas y muy presumidas ellas. Parados al borde del camino las vieron al día siguiente uncidas a su vara, erguidas y solemnes. No; tampoco aquella vida era envidiable por más que las mimaran. Siguieron adelante. En un recodo se pararon en seco; entre la cuneta había un pobre caballo que no podía valerse; los generosos amigos lo ayudaron a salir y él les dijo que su amo lo había abandonado por inútil. Si el amo cruel hubiera entendido el lenguaje de los caballos habría huido horrorizado al saber lo que de él decían. Siguieron marchando más despacio para que el enfermo pudiera seguirlos. Como ya eran tres, resolvieron ponerse un nombre, repartir el trabajo y ayudarse mutuamente. “Melado” escogió para su primer compañero el nombre “Amigo” y el de “Infortunado” para el último llegado. Fue “Melado” el jefe natural porque era el más recorrido e inteligente. “Amigo” le ayudaría en todo y sería como su secretario. El “Infortunado” no tendría que hacer por el momento sino reponerse. Corrieron los días y los tres compañeros fueron por regiones montañosas de donde descendían grandes corrientes de agua; pasaron ante socavones por cuyos agujeros salían hombres tiznados; vieron las dragas en las minas de aluvión: se pararon muchas veces mientras pasaba el ferrocarril y siempre se les volvía cosa de maravilla que aquél corriera tanto sin necesidad de caballos; caminaron por la orilla de un gran río y vieron deslizarse por él barcos inmensos; fueron luego por entre maizales verdes, por sembrados de caña, por platanales extensos; pasaron más tarde por pastales altísimos, llenos de novillos. Estaban embriagados de dicha, cada vez querían conocer más. Oyeron nombres de ríos, de ciudades y de regiones. “Melado” amaba las montañas porque en ellas había nacido y trepaba ágilmente pero sus dos compañeros se decidían por los valles, sus años y sus enfermedades no les permitían subir con la misma agilidad.
Asistieron, escondidos en el monte, a una cacería de venado y llegaron a interesarse tanto que casi se delatan con sus relinchos.
Pero todo va cansando y “Amigo” fue el primero en manifestar que quería radicarse en algún sitio. –Tendrás que tomar dueño, –le dijo “Melado”–.¡Eso nunca!– contestó el caballo. –Entonces: ¿cómo piensas vivir?
– ¡Libre!
– ¡¿Crees que si el hombre te ve suelto y sin dueño te va a durar la libertad?
– Entonces, ¡huiré!
– Pues tendrás que vivir huyendo, porque el hombre es igual en todas partes.
“Infortunado”, que estaba oyendo, intervino:
– Ambos tienen razón: es bueno tener casa, comida y sitio fijos, pero es tremendo tener amo. Podríamos buscar un refugio a donde el hombre no llegue.
– ¿A dónde el hombre no llegue? Y qué lejos debe estar ese lugar –repuso “Melado”.
– Pero debe existir –dijo “Amigo”–. Vamos a buscarlo.
Reanudaron la marcha. El hombre estaba en todas partes; ya era el hacendado, el vaquero, el médico, el leñador o el militar. No había camino por donde pudieran ir tranquilos, monte donde estuvieran seguros o poblado donde pudieran descansar. Sentían siempre que el hombre estaba cerca. Al fin divisaron la selva y creyeron que habían llegado al término de su viaje, cuando les salió al encuentro una yegua que huía.
– De dónde vienes? –le preguntaron.
– De la selva; allí hay unos colonos y me maltrataban tanto que tuve que escapar.
– Se miraron desconsolados.
– ¿A dónde ir, pues?
– Yo sé a dónde –dijo la recién llegada–. ¡Síganme!
Trotaron felices detrás de ella presintiendo la cercanía de un llano, rico en pastos, con grandes ríos y lejos de los hombres. Al fin de varias jornadas se presentó a sus ojos un gran arenal; era el desierto.
– Hemos llegado –dijo la yegua.
– Pero aquí no podremos vivir –exclamó “Amigo”–, no hay agua ni yerba.
– Además –agregó “Melado”– hace un calor insoportable y no veo un árbol que nos dé abrigo.
– Aquí no hay vida, todo está muerto, repuso “Infortunado”.
– Pues es el único sitio en donde no vive el hombre –dijo la yegua.
Los cuatro amigos se declararon derrotados y se echaron en el límite del campo a esperar la llegada de un amo.

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