martes, 30 de diciembre de 2014

El Cristo de la cara tapada

La mayor parte de las iglesias palentinas no sólo tienen un románico y unos retablos de mucho ver y mucho más de admirar, sino que poseen también unas leyendas, historias o relatos que bien merece la pena conocer y aplaudir tanto como sus capiteles, sus pórticos o sus tablas. Hay casos en que la tradición oral rodea a una imagen rara de grandeza. La mayor de las veces el único que conserva el relato es el gran almacén de la memoria de los más ancianos.
Pero vayamos a lo nuestro. En cierta iglesia de estas tierras hay un Cristo muy singular. Es el Cristo de la Cara Tapada, llamado así por su abundante melena que le cubre totalmente el rostro, debido más bien a la postura inclinada hacia delante de su cabeza. Es un Cristo curioso. Original, si se quiere. La corona de espinas no impide que el pelo abundante cubra su faz, ocultando la expresión del dolor que el artista quiso darle.
 Este Cristo no siempre tuvo el rostro tapado. Era un Nazareno como otro cualquiera, como el que hay en todas nuestras iglesias, con sus espinas, su pelo largo, su rostro tristemente ensangrentado y unos ojos fiel reflejo del sufrimiento. Su única diferencia está en la expresión general de su rostro. Pocas tallas pueden presumir de un arte tan logrado. La mirada parece hablar a quien a él se dirige con unos ojos que se te antojan lanzas certeras a la conciencia.
Así, no es de extrañar que su fama y mérito se extendieran. No se le conocía ningún milagro en concreto hasta que ocurrió el suceso objeto de este relato.
Muchos visitantes pasaban delante de él e hincaban la rodilla, frenados por su mirada penetrante. No se podía soportar mucho tiempo el cruce con sus ojos sin notar los efectos. Finalmente, no se sabe explicar si es la mirada o el rostro en su totalidad lo que más impresiona.
--¿Cuál es lo mejor de esta iglesia, chavales? -preguntó cierto día (el año se pierde en la lejanía) un visitante con semblante extraño y porte soberbio.
Los niños jugaban frente a la iglesia a las canicas. Hicieron un alto en su juego, se incorporaron y miraron sorprendidos al forastero.
--¡Todo, señor! -fue la respuesta del coro infantil.
--Habrá algo que destaque... ¿no? -insistió con mala mueca el extraño.
--Sí -respondió el más pequeño de los chavales- La mirada del Cristo.
--¿Y qué tiene esa mirada?
--Pues... mi abuelo dice que da miedo.
 
             

--¿Miedo de qué y a qué? -el tono de las preguntas molestó a los niños.
--Es que el Cristo mira muy fuerte -respondió el mayor de los chiguitos rompiendo el largo silencio producido por la altivez del forastero.
--No me contéis mentiras, chavales.
--Pues... si no se lo cree entre y verá cómo no lo soporta más de dos minutos.
--¡Bah! ¡eso son historias de beatas!
--¡Y usted, un ateo!
 El soberbio visitante levantó ofendido aún más la frente, dio media vuelta y se introdujo en la iglesia. Los chavales, distraídos de su juego, primero siguieron con las miradas al ser extraño, después se dirigieron también al interior del templo presagiando algo gordo. Tomaron agua bendita con dos dedos e hicieron la señal de la cruz al tiempo que se arrodillaban con rapidez y sin dejar de andar. de reojo observaban al insolente visitante que, con paso recio, avanzaba altivo e irreverente por la nave central del templo. Con sigilo y respeto los chavales le siguieron. Los taconazos del forastero sonaban en el silencio de la iglesia a bofetadas. Cuando llegó frente al Nazareno de escayola y madera situado en uno de los altares laterales, los niños se adelantaron y dijeron con voz temblorosa:
--Este es.
--Ya veo... -contestó el insolente visitante- Pero... ¿dónde está esa mirada y esa cara tan perturbadoras?
Entonces es cuando los chavales levantaron los ojos y se fijaron atentamente, mientras el asombro se apoderaba de ellos.
--¡Milagro! -gritó uno.
--¡Tiene la cara tapada! -repetían retrocediendo.
--Ahora resulta que tenéis miedo -les gritó el forastero con rabia.
El visitante, perdida la compostura, creyó encontrarse ante alguna travesura y gritó más. Nadie pudo asegurar lo que gritó. Para los niños allí no había más que un milagro. El Cristo se había tapado la cara, porque no quería ver algo que le dañaba los ojos. Su pelo cubría totalmente el rostro, quedando sepultada la expresión de moribundo y acusadora de su mirada.
 A las voces de los niños acudió gente. Todos contemplaron el cambio. Todos terminaron rezando ante el prodigio.
 
           

El forastero no se dio por vencido. Encolerizado y sin salir de su asombro ante el fervor de los demás, gritó:
--¡Esto es una comedia!
 Su blasfemia retumbó en el templo. Con ademanes rabiosos se dirigió hacia el Cristo. Trepó sobre un banco y trató de separar las melenas de la cara. Pero éstas formaban un bloque pétreo. Por mucho que se esforzó, nada consiguió.
Las gentes que presenciaban el hecho avanzaron lentamente y ofendidos hacia el forastero. La profanación retumbaba en el cerebro de los presentes. Pero, antes de llegar a él, el prodigio o el milagro rublicó el suceso. Una fuerza extraña proyectó al blasfemo sobre el suelo. Cayó de espaldas como si un puño invisible hubiera descargado la fuerza de dos mulas juntas. Un hilillo de sangre salía de su boca golpeada. Tardó en levantarse. Cuando lo hizo, salió corriendo. El desprecio le siguió junto con las miradas de los allí presentes.
Jamás se volvió a saber más de aquel hombre que había obligado al Cristo a taparse la cara. ¿Por qué ocultaba su rostro el Cristo? El cura sentenció que, con toda seguridad, Jesús no quiso ver de cerca a aquel pecador. ¿Se trataba en realidad de un pecador?
El milagro se extendió hasta que sus ecos se perdieron en la lejanía y en el tiempo. Las gentes del lugar conservaron en sus mentes siempre este relato, al igual que su Cristo esconde su cara y su mirada sobrecogedora a partir de entonces. Con razón se le llamó desde aquel día el Cristo de la Cara Tapada.

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