martes, 10 de febrero de 2015

UN MENDIGO INSOPORTABLE.

Un tal Guang era un gran terrateniente sin escrúpulos, uno de esos nuevos ricos abotargados de riquezas y de ambición. Para celebrar sus cincuenta años, había invitado a todos los mandarines de alto rango y a los notables influyentes con que contaba la región.
Nada faltaba para dar al acontecimiento el fasto que convenía a su fortuna totalmente plebeya y provinciana: banquete pantagruélico, decoración excesiva, músicas insoportables y bailarinas obscenas. Pero Guang el ricachón se enorgullecía sobre todo de una idea absolutamente original que había tenido, hallazgo inédito que dejaría un recuerdo imperecedero en sus invitados:

Había hecho cubrir la carretera fangosa que conducía hasta su residencia con una gruesa capa de granos de arroz inmaculados. ¡Un ejército de campesinos famélicos debía rastrillarla incansablemente para borrar las huellas de los carros y de los palanquines que dejaba la tropa de comensales! Y esto bajo estricta vigilancia para que ningún necesitado hurtara unos puñados de arroz…

Un mendigo cojo y deforme, apoyado sobre una muleta de hierro, burló la vigilancia de los guardias, se arrodilló en la carretera, y se puso a llenar sus alforjas con granos de arroz.

Un cancerbero de servicio lo agarró bruscamente para arrastrarlo fuera de la calzada.
-¡Por piedad! –suplicó el andrajoso- ¡Déjame tomar con qué alimentar a mis hijos!
-¡Lárgate, miserable, y sabe que mi dueño prefiere que su arroz se pudra en el lodo antes que ver a pordioseros de tu calaña estropear su fiesta!
-¡Pues bien –replicó el mendigo- le reservo un regalo que tardará en olvidar!

Y el cojo se enderezó en un santiamén, puso pies en polvorosa y, para sorpresa general, se dirigió corriendo como un desesperado hacia la residencia del ricachón, zigzagueando entre los últimos invitados. Una jauría de guardias se puso a perseguirle, ladrando juramentos y órdenes. El mendigo, que parecía poseer ciertas nociones de artes marciales, utilizó su muleta para abrirse paso entre quienes vigilaban la entrada. Irrumpió desenfrenadamente en la sala del banquete, se inclinó ante el dueño del lugar y le pidió limosna. Guang, furioso, le empujó violentamente. El mendigo cayó hacia atrás, golpeándose el cráneo contra las baldosas. El cuerpo del miserable quedó sin vida sobre el suelo.

El dueño del lugar dio orden de que se arrojara fuera a aquel aguafiestas. Pero cuando dos guardias quisieron levantarlo, su peso parecía considerable. Tampoco consiguieron llevárselo entre cuatro, ni siquiera entre diez. Un viento lúgubre silbó en la sala. La comida empezó a moverse sola sobre las mesas, ante los ojos exorbitados de los invitados, que descubrieron que hervía de gusanos e insectos. El viento arreció, todas las linternas se apagaron, precipitando la huida de la mayor parte de los comensales.

Guang empezó a gritar que aquello era un maleficio e hizo venir a un sacerdote exorcista. El taoísta examinó el cuerpo del mendigo, constató el deceso y acto seguido llevó a cabo una adivinación con el Yi Jing. Declaró que el espíritu del difunto era muy poderoso, que no quedaría aplacado más que cuando fuese castigado el responsable de su muerte. El juez del distrito, que había permanecido en el sitio, se apresuró a ordenar la detención del dueño del lugar. Éste, visiblemente aliviado de abandonar su casa encantada, se dejó llevar sin resistencia. Sin duda pensó también que con un buen abogado y moviendo los hilos de sus relaciones saldría honorablemente de aquel asesinato accidental.

En cuanto Guang el ricachón fue metido en el calabozo, se pudo levantar el cadáver. Éste fue depositado en un ataúd y llevado al templo más cercano. En el momento de los funerales, el féretro pareció extrañamente ligero. El taoísta que oficiaba, y que empezaba a sospechar algo, mandó abrirlo y levantó la tapa.

El cadáver había desaparecido. En su lugar había una carta. El sacerdote la tomó y leyó estas palabras:

Quien pisotea los dones del Cielo
Y se burla de sus hijos
Se expone a la ira de los Inmortales.
Nadie puede impunemente
Mofarse de las leyes celestiales.

El poema estaba firmado Li Tieguai.

El sacerdote sonrió y, sin decir nada, volvió a cerrar la tapa. El ataúd vacío fue enterrado con gran pompa. En cuanto al gran Guang, fue juzgado culpable de la muerte, involuntaria, del mendigo. Sus bienes fueron confiscados y distribuidos entre los pobres. Arruinado, durante el resto de su vida tuvo que ganarse el sustento manejando la pala y el pico del peón.

¡Quien acumula riquezas tiene mucho que perder!

En cuanto al sacerdote taoísta, desveló a sus jóvenes asistentes, bajo el sello del secreto, lo que había encontrado en el ataúd. Se rieron con ganas por la astucia de Li Tieguai, el eterno mendigo cojo, el más popular de los Ocho Inmortales…

No hay comentarios:

Publicar un comentario